Texto escrito por Luis Gusman y leído en la presentación del libro Locas de Lucía Mazzinghi, en El Quetzal, Caba, 11 de mayo de 2023.
El género de la locura tan transitado y habitualmente ocupado por lugares y autores inamovibles que erigen su aullido monumental, esa forma vocal del delirio, a veces petrificado otras expandido, tiene nombres propios y personajes inamovibles. Entre nosotros: Alejandra Pizarnik y Jacobo Fijman y, en otras voces y otros ámbitos nombres célebres como Artaud y Leonora Carrington, cito solo unos pocos para escapar al vértigo de las listas.
En un terreno delicado, en una tierra de nadie por lo transitada tan ideológicamente, me refiero a una ideología, a una valorización de la locura, cosa que no sucede en este libro que trata de un coro de voces que circulan entre las camas, en donde la fatalidad de la lengua como un amuleto se impone a los pensamientos implacables.
Quiero decir, la locura como narración responde mas habitualmente a la experiencia vivida, quizás por eso necesita, utiliza, la primera persona, que sostiene con cierta verosimilitud los textos más delirantes. En esta novela no se apela a la primera persona, ni la experiencia vivida, como experiencia, se ubica en primer plano.
Lucía Mazzinghi extrae, como en el cuadro de El Bosco, la piedra de la locura de cada cabeza loca y la hace circular entre las camas. Pero como en la pintura, la piedra es un tulipán, el libro de cada cama, de cada historia loca que deja caer un pétalo tras otro y es como si la flor se estuviera deshojando, ya que es una historia que puede ser escrita en la hoja de un recetario. Y cada texto es la belleza cruel y amorosa del pétalo que cae, aunque lleve envuelto una espina.
Si avanzamos unos pasos de la cama 27 a la 37: un aullido puede ser un Kaddish profano en unos versos del poeta Allen Ginsberg como si ahora se escuchara a Ray Charles. Ginsberg atornillado a la silla “balanceándose hacia atrás y hacia adelante como una rabino frenético y pasado de drogas, envuelto en antiguas letanías que le cantan al oído”.
Seguramente en una reencarnación pasada o futura, por su movimiento en la silla, podría estar convertido en la mujer que vive en el número 37, porque cada cama es la casa donde cada una habita.
Ecos, chancleteos, murmullos, risas sofocadas, llantos, puteadas silenciadas o a media voz circulan por los pasillos donde mujeres locas, locas mujeres, pasan los días y las noches.
El texto respira en su puntuación como se respira en la sala de cama a cama entre la 54 y la 53 donde se intercambian el libro de un gurú sobre la respiración. Gritos, portazos, insultos, que como en la cueva de Dionisio devuelven ecos enloquecidos. Mientras tanto, entre las camas: robos y requisas. Y, por qué no, piropos, caras mal maquilladas que se miran en un espejo rajado. La belleza no desdeña del horror.
En Locas, sucede una conversación parecida a la que discurre en la Antología de Spoon River, el libro del poeta Edgar Lee Masters, donde por la noche los epitafios dialogan de tal manera que la moral de la muerte se enfrenta con el antiepitafio que impide que la muerte se sacralice. Más que un diálogo, hasta me atrevo a decir, una payada fúnebre. Sí, Spoon River. Basta citar esta cama loca: “Elise Nada. Hay nombres que aplastan y se convierten en lápidas de mármol desde el minuto uno”.
Pero hay algo que lo iguala y lo diferencia de Spoon River, y que contradice el título de la novela de Carlo Emilio Gadda: Aprendizaje del dolor. Aquí, si lo hay, es un dolor vivo. Y para poder salir del círculo sagrado del miedo y el silencio, porque está el vómito del miedo. El dolor que está adentro y viene de afuera como avisa la de la cama 20: “Necesitaba algo de silencio para procesar los mensajes dolorosos que recibí de afuera…”.
Un oxímoron: un lugar cerrado que está a la intemperie. “¿Con qué me abrigo?”, pregunta la 37.
“Busca el abrigo de una voz”.
No es tan sencillo. El libro describe magistralmente ese coro donde las voces que hablan desde el interior se entremezclan con las voces locas de la sala. En este libro cada loca habla, y la lengua circula locamente, y habla de cama a cama.
Basta citar lo que sucede en la cama 27: “lleva mi voz grabada en el celular recitando los poemas que ella escribe y me dicta paso previo a ponerle música… Los grabamos una y otra vez hasta que se queda conforme. Se me impregna la música de su encadenamiento, sus pausas, su ritmo cé cé cé tá tá tá, lo oído dicho por escrito en medio de las aguas divididas del ritmar”. Podría agregar en esta impregnación de la lengua, el ritmo del mar, las olas.
También el silencio. La de la cama 52 que duerme con la campera de Chaco For Ever, moja el pan en silencio, “desde ahora y para siempre”.
La escritura capta aquí una Música para camaleones, si se me permite el juego ingenuo en mi lengua de ese diálogo que sucede entre camas y los leones y leonas que rugen en medio de la noche. Sabemos que no hay aprendizaje del dolor, pero si las maneras de arreglárselas con él.
No hay peor dolor que el dolor psíquico y cuando es insoportable, la de una cama se estrangula con la sabana y se va al otro mundo con su mortaja cotidiana.
Este tango loco escrito por Lucía me recuerda un coro de fantasmas que aúllan en la noche, preguntan y preguntan, preguntan por qué lloran preguntan, preguntan por qué canto… por qué la quiero tanto.
Y el plural y la repetición son muy precisos para estas voces. Y este libro no es un testimonio porque cambia de una cama a otra, no es una mera transcripción, es algo con que se escribe locamente en esa lengua. Locamente no quiere decir, sin cálculo. Cada palabra que brota es la manera en que una lengua habla, se escribe.
Y tan así que hay un relámpago que ilumina y que va de cama en cama: “El relámpago de la tele prendida todo el día, llamada a mitigar el sinsentido”. Sí, y a mitigar que las voces vengan de afuera. Pero también una música; “Cama 36 se menea al ritmo de un estridente cumbianchón, envalentonada por los aplausos y gritos de la cama 51. La lluvia las pone loquitas dice cama 44 y ríe una risa amarilla”.
Gritos y susurros, pero también risas.
El libro ofrece un espejismo peligroso del que salí huyendo, y el gerundio me permite seguir haciéndolo, para no quedar atrapado en la fascinación de cómo está escrito. Y, que aquel que lo comenta, en este caso el que escribe estas líneas, sólo repita en eco cita tras cita.
Entonces sólo queda decir, desde el minuto uno, léanlo, o que lo lea la autora, porque el comentario parece estorbar y entorpecer ese ritmo.
Se puede empezar por la primera o la última cama. Recorrer ese pasillo poblado de otras voces y otros ámbitos. Insisto con Capote porque la literatura que hace de una determinada experiencia un acto poético no es meramente testimonial. Como decía Leónidas Lamborghini: “Me gustan los poetas que escriben con la oreja, pegados a la música” , lo dice en su libro Mezcolanza.
Y aquí hay una mezcolanza, no hacen faltan los nombres ya que el número de camas que borra el nombre propio no parece ni carcelario ni de campo de concentración. Son las iluminaciones sombrías que como un relámpago tempestuoso recorta cada cama, y cada una de las locas que habla tiene nombre propio, porque ese nombre es la lengua hablando. Mejor dicho, que la escritora le hace hablar.
Escrito en el cuerpo dice el bello título de Sarduy, en cada cuerpo tatuado, porque “el vestido es la piel”. Pound dice: dejemos hablar al viento, es el paraíso. A veces, como en este caso, es el purgatorio que es peor que el infierno.
La cama 29 escribe “unas pocas cartas frenéticas en tinta negroazulada enchastra el papel de recetario que alguien le regalo para que escriba ¿Escribe cartas, poemas, notas?, ¿Lleva un diario?… Cuerpo trazo ¿Cómo se escribe si no es de esta manera?”.
El libro concluye con el Kaddish comenzado a rezar por la loca de la cama 37 que le canta a la madre muerta. Se pregunta “¿Cómo hablarle si no está?” En la última página dice que se le atascó la cabeza y que no puede seguir con la traducción del Kaddish: “Que abandona. Que busque algo menos triste. Se detiene. No pudo con Naomi Ginsberg y Cía. Naomi, con su zapato largo, con su partido comunista y su media rota, con sus seis pelos oscuros, vestido viejo, panza, miedo, boca y dedos, con sus brazos, su pera, su voz, con su nariz, sus ojos, con su muerte”.
Una anatomía locamente fantástica.
La cama 22 nos revela que hay secreto, no el contenido del secreto, sino en su voz “La voz dice estaz zola, así zezeoza se lo dice”. Que mejor letra para un secreto que aquella que concluye el abecedario.
“No pudo seguir con ella cama 37, lo tiene claro y me lo comunica. Modula el vacío…Me devuelve las hojas”.
Podemos decir, las hojas de la 37 son este libro, este Kaddish profano en que la lengua viperina trema. Podemos decir, este libro está escrito en ese género donde la trama trema y la tinta enchastra.
Un registro que logra este libro lleno de sonido y de furia, pero que no excluye la dulzura.