Se fue Sergio, y lo vamos a extrañar muchísimo. Cualquier charla, él la iluminaba desde un prisma nuevo. Decía cosas divertidas y originales con la misma facilidad con la que un perro ladra o un payaso hace figuras con globos. Jamás interrumpía a alguien, jamás levantaba la voz, jamás se enojaba, y cuando soltaba un comentario ácido enseguida se reía, casi en silencio, cerrando la boca, y se ponía todo rojo porque sabía que había sido medio malo. Si contaba una historia, y venía después alguien y había que contarla de nuevo para no dejarlo afuera, él lo hacía, pero sin repetir casi ninguna de las palabras que ya había usado, tenía miles de caminos disponibles para llegar a lo mismo.
Cada vez que venía a Buenos Aires me avisaba con tiempo así podíamos fijar una noche en casa y cocinar juntos. Sergio llegaba con Graciela y traían bolsas llenas de cosas raras: un vermú hecho con viñedos de la época de la colonia que crecían salvajes en la ribera de no sé dónde, ravioles de un tipo de cardo que sólo se multiplican entre durmientes de ramales abandonados, un helado de varias generaciones.
Fue un hombre extremadamente generoso conmigo. Cuando hace un año le dije que quería lanzar una editorial artesanal, que haría los libros a mano, si me podía ayudar con el catálogo, enseguida se entusiasmó, nos escaneaba libros y los enviaba por mail, los comentábamos, nos hacía los contactos para llegar a esos autores. Por eso, cuando la Negra hizo tres gorras con el logo de Ninguna Orilla, una fue para mí, la otra para mi cuñado con quienes empujamos este proyecto, y la tercera para él. Y aunque no le quedaba tan bien como su boina elegante, al menos un rato la usó.
En una de esas veladas en casa, llegó a mí un libro extraordinario para publicar. Sergio y Graciela nos contaban del road trip que habían hecho de Nueva York a San Francisco, ida y vuelta. No se me ocurre una pareja más alejada del estereotipo de los que suelen hacer ese tipo de viajes. Hablaban de museos extraños en ciudades ignotas, de restaurantes donde te sirven un plato enorme que si lo comés en menos de determinado tiempo te ahorrás la cuenta y si no, pagás el doble, de monumentos anónimos. Yo le pedí esa noche a Sergio y a Graciela que escribieran el libro de ese viaje, a cuatro manos, dos cerebros literarios, y dos corazones porque sería una forma de hablar del amor también, porque eran una pareja increíble, y el amor puede ser eso, ir en auto por rutas solitarias acompañado nada más por esa pareja que se eligió hace muchísimo tiempo.
No debería tratarse de un road trip, sugirió Sergio, debería ser, antes que nada, un libro sobre la relación particular que cada uno tiene con el automóvil. En su caso, anécdotas de su época de taxista por Buenos Aires, ya tamizadas por su metafísica; o el auto medio embrujado al que le aparecían cosas raras cada mañana; o, el Capítulo 1: la noche en Caracas cuando lo chocaron de atrás y, como el otro no tenía seguro y estaba muy afligido porque su daño era mayor, Sergio, que sí tenía, y no le había pasado tanto, sugirió encontrarse en tres días. Eso daba tiempo para contratar algún seguro y, entonces, sí, repetir el choque, aunque debería tratarse de uno convincente y en alguna encrucijada de calles con bastante tránsito y a plena luz del día porque haría falta testigos; se trataba, antes que nada, de asfixiar el azar y la negligencia que había acompañado el accidente y redimirlo en un hecho diligente, matemático, en la misma zona ya dañada. Eso hicieron. O al menos intentaron.
Aquel libro existió esa noche, en el aire de la cocina de casa, porque en Sergio no había diferencia entre la dimensión oral y la escrita; los libros que escribió sólo fueron el formato más práctico donde encajar los silogismos de un cerebro irrepetible, pero Sergio, su esencia, estaba antes que ellos. Sergio fue un hombre tranquilo, que caminaba o iba en bicicleta mientras reflexionaba sobre lo que veía, mejorando la realidad a su paso, transformándola o redimiéndola, como hizo con aquel choque de autos.
No me quiso contar del diagnóstico tan tremendo que le habían dado apenas semanas atrás, en vez de eso se ofreció a entregarme un prólogo para uno de los libros que sacaremos este año, un librazo de un amigo de él, el poeta y escritor venezolano Igor Barreto. Y cumplió. Supongo que quiso estar junto a su amigo en un libro. Y evitarme la tristeza de la noticia. Así de grande fue Sergio. Lo vamos a extrañar mucho.
Me quedo con eso que decía siempre al despedirse, y que ahora cobra un nuevo significado: “Seguimos …”