Ahí estoy con Alejandro, mi hermano mayor. Compartimos cuarto más de veinte años, algo complicado porque ya desde muy chico él se quedaba hasta tarde leyendo y a mí la luz del velador me daba insomnio. También compartimos delantera en equipos de fútbol, la pintoresca pero no tan eficiente dupla Cro-Cro, y fuimos con alguna regularidad a la cancha de River durante la adolescencia, hasta que a ese fanatismo lo orientamos hacia nuevos huecos del espíritu.
Después cada uno hizo su vida, como corresponde. Es una hermandad que no precisa de confidencias emocionales. De tanto en tanto, él me muestra sus poemas y yo mis cuentos.
En la foto sonreímos en el «refugio», en medio de las sierras de Córdoba, donde a veces Alejandro se instala a convivir rodeado de alimañas a esperar que alguna verdad le sea filtrada entre las hojas de las acacias, o en el canto de algún bicho, y que luego trasplanta en forma de poema. Y sonreímos porque acabamos de terminar el libro que escribimos en yunta: una crónica extraña sobre la final de la Copa Libertadores del 2018 entre River y Boca. Por esas carambolas, estuvimos en el lugar donde ocurrieron los hechos. Hace poco más de un año, mientras él macheteaba churquis cerca del refugio, le dije:
—Deberíamos escribir un libro de esa final tan exagerada.
—No sé escribir prosa —dijo.
—Sabés escribir poemas —le dije.
—No se pueden hacer poemas de cualquier cosa —dijo, medio ofendido y mostrando el machete, no como amenaza, sino en un acto inconsciente que de todos modos algo significaba.
Poesía vs Prosa.
¿Y qué hacemos ahí con Eduardo Stupia, uno de los artistas plásticos más importantes de Argentina? En el 2019, estuvimos en una cena con él. Mientras en la mesa se tertuliaba ávidamente sobre una muestra de arte cuya existencia con Alejandro ignorábamos por completo, nosotros cuchicheábamos sobre la final del 2018. De repente, Eduardo se volvió hacia nosotros y dijo:
—¿Che, de qué están hablando ustedes?
Para no quedar como unos brutos, le inventamos algo.
—¿No hablaban de la final de la Libertadores? —dijo.
—Bueno, sí, un poco —dije yo.
—Cómo les ganamos a los bosteros —dijo Eduardo y se sumó a nuestro rincón primitivo y auténtico.
Por eso, cuando pensé en una tapa —algo artístico porque así son los libros artesanales de Ninguna Orilla— le mandé un mail a Eduardo, le pregunté si se acordaba de nosotros y le conté del proyecto. Me respondió enseguida. Meses después, entre licuados y bajo la luz de otoño, nos está mostrando bocetos. El que elegimos ya pasó al shablon de serigrafía.
Mientras tanto, imprimimos y armamos los cuadernillos. El libro sale en unas semanas.
Editarle cada uno la parte al otro fue un avatar de los juegos y peleas de nuestro pasado común. Dejo, como avance, unas coplas de Alejandro:
Y justamente con Marcos
tomo ahora una cerveza
y entre trago y trago empieza
a filosofarse el clásico:
«Empecemos por lo básico
a partir de esta certeza:
no existe Boca sin River,
no existe River sin Boca,
y aunque sea mucha o poca
por tu cuadro la pasión,
una idéntica aversión
el contrario te provoca».