Barco: “Creo que otra literatura es posible: en los pasillos, en una esquina, hasta en una zanja”.
Leí los primeros cuentos de Gustavo Barco (Buenos Aires, 1971) hace un tiempo, cuando me los mandó por mail. Me impactaron enseguida. Estaba plagado de detalles que sólo alguien que vive en la villa, y que tiene una sensibilidad especial, puede captar. Había fábulas quechuas y guaraníes, celebraciones extrañas para la vida y la muerte, mezcla de idiomas y dialectos, far west, historias de mineros. Y todo en un asentamiento precario de Soldati, en la Ciudad de Buenos Aires, donde él y sus amigos de los pasillos crecieron por la década del setenta.
Había en Gustavo una búsqueda muy decidida de sacar del anonimato en que se encuentran los habitantes de esos barrios populares. Extirparlos de la existencia colectiva en que suelen incrustarlos los políticos y diversas ideologías y hasta escritores de otras clases sociales, como si la pobreza los amalgamara, como si nunca tuvieran un rostro individual.
Cuando pensé el catálogo de Ninguna Orilla, le escribí a ver en qué andaba con sus papeles. En el Café Los Angelitos, me contó que había seguido escribiendo, aunque no tanto. Existía ese material que ya me había mandado y el que faltaba podía escribirse. De eso hace un año y medio. Ahora sale La perrera, once cuentos / crónicas / relatos, que si bien conservan su individualidad se van hilando en una trama más grande.
A semanas de que salga a la luz su ópera prima en Ninguna Orilla, nos juntamos a charlar también en Los Angelitos.
En La perrera hay un choque de mundos muy interesante, por un lado, el urbano de la Villa Piolín, en Soldati, donde creciste en los setenta, una realidad muy material y del día a día. Y por otro, el andino, más vinculado a la naturaleza, con fábulas y leyendas del campo profundo o de las minas y de los arenales de Bolivia.
Mis padres son de Bolivia, vinieron a Buenos Aires a fines de la década del cincuenta. Ellos se conocieron en la villa cuando todavía era un asentamiento de madera, cartón, nailon y se ataba todo con piolines. Por eso se llamaba Villa Piolín. Mis hermanos y yo nacimos ahí y mis papás estaban muy orgullosos de que tuviéramos el DNI argentino, así que no querían trasmitirnos sus costumbres andinas, que practicaban casi en secreto. A veces hablaban entre ellos en quechua pero no nos lo enseñaban. No decían por qué pero era evidente, para que no sufriésemos la discriminación que ellos sí sufrían. Al menos no con esa intensidad. Imaginate, morocho, de la villa y hablando quechua, era tener todas en contra. Así que yo iba a la escuela donde aprendía nuestras raíces argentinas, el mate, el 25 de mayo y el locro – que a todo esto es un plato y una palabra de origen quechua – el Cabildo, San Martín y las guerras de independencia. Y después en mi casa tenía los cuentos de mi abuela boliviana para hacernos dormir. Mi abuela era como un radioteatro, imitaba voces, sonidos de la naturaleza. Y nos hablaba de duendes, espíritus malos, el Uku Pacha. Eran muy supersticiosas, mi abuela, mi mamá, las comadres. Creían en el Dios cristiano, eran muy católicas, y a la vez creían en todas esas tradiciones. A mí me llevaban al médico, pero también al curandero, o mi abuela y las comadres me practicaban hechizos para que mejorara de algún mal. Pero de esas costumbres no se podía hablar fuera de casa, lo teníamos prohibido. Crecí en medio de esos dos mundos.
Se trata de algo muy interesante y poco explorado en la literatura argentina porque abrís un prisma con historias, imágenes y miles de detalles que no se suelen encontrar en libros sobre la marginalidad.
No me gusta hablar de “libros sobre la marginalidad”, pero bueno, vamos a suponer que existe ese tipo de libros: los escribe, en su enorme mayoría, las clases medias y las altas. Por eso nunca me sentí identificado con eso que cuentan, hasta me da un poco de gracia. Cuando estás inmerso en la villa tal vez vivís la realidad de un modo muy distinto. No sé si mi libro es original, sí sé que tuve acceso a un mundo increíble en todo sentido, para bien y para mal, y en ese mundo está todo lo que existe desde el nacimiento hasta la muerte, pero no necesariamente tiene que ser la muerte del pibe chorro o de una chica después de haber sido violada. Creo que otra literatura es posible: en los pasillos, en una esquina, hasta en una zanja. Igual, espero que no se encasille a La perrera como “un libro sobre la marginalidad”. En todo caso, se trata de una literatura en un contexto desconocido porque casi siempre se lo aborda desde afuera. La perrera muestra una unidad geográfica, pero cuenta historias que la trascienden y que a mí me interpelaron. A mí. Seguramente mi vecino escribiría otros relatos porque cada uno tiene su propia sensibilidad y mirada, como pasa en cualquier otro lado.
¿Cómo nació tu interés por la escritura?
Siempre fui muy curioso, pero en mi casa lo único que había para leer eran los manuales de escuela de los mellis, mis hermanos más grandes, aunque no querían que yo se los tocara, me daban buenas palizas si se enteraban así que yo los leía a escondidas. Me acuerdo cuando leí la letra de la Marcha de San Lorenzo, febo asoma, ¿qué carajo era febo? Me volvía loco porque quería saber el significado de todo. Y había dos libros: un Platero y yo, que era de lectura obligada para tercer o cuarto grado y todos tenían que llevarlo a la escuela. Y La Biblia. Leía mucho el Antiguo Testamento, la historia de Sansón, de José, de Jonás, Sodoma y Gomorra. Y después estaba el diario, los domingos, cuando mi viejo compraba Clarín, más que nada por los clasificados por si salía algún laburito. Y también estaba la hoja de Crónica cuando comprábamos huevos porque los envolvían en ese diario.
¿Cuándo empezaste a escribir?
Mi primer cuento lo escribí a los diecisiete, para una revista del barrio que salía solo en la Fiesta de la Virgen de Copacabana, en octubre, donde llegan 30.000 o 40.000 personas de la comunidad boliviana. La revista era más para promocionar negocios, o las actividades de la iglesia, horarios de misa. En esa fiesta hay desfiles y bailes típicos, como la diablada, el tinku, la morenada, el caporal. En mi cuento, un chico se daba cuenta de que uno de los muchos diablos que estaban metidos en la diablada era un diablo en serio, no alguien disfrazado. Muchos en el barrio después me decían: “¿vos escribiste eso?” Les había gustado. Después por muchos años no escribí nada porque la idea de ser escritor era algo muy extraño y ajeno a mi realidad. Algo soñado para mis padres era que sus hijos lograran terminar el secundario y consiguieran un trabajo. Te hablo de hace un montón de años. Nunca se me pasó por la cabeza decir: “ahora que terminé la escuela voy a ser escritor” o “voy a estudiar Letras”. Era ciencia ficción. Creo que lo sigue siendo.
En La perrera lográs una mezcla muy interesante entre crónica, ficción realista, literatura fantástica. ¿Cómo llegaste a este estilo?
En la villa los géneros literarios a los que vos te referís se encuentran unidos. O así al menos los percibo yo. En los pasillos conviven dialectos distintos, costumbres, culturas, ritos. Además tenés toda esa nostalgia de los inmigrantes por la tierra que dejaron atrás, pero también su empuje por salir adelante con trabajos pesados y toda la esperanza, y presiones, puesta en los hijos. Y sus relatos orales medio épicos y exagerados. Tal vez no salen muchos escritores en la villa porque el tiempo no le sobra a nadie y para escribir hay que tener tiempo, es un lujo burgués, pero hay narradores orales fabulosos y así se pueden conocer historias de toda esa gente que no descendió de ningún barco sino que llegó a Argentina en tren, ómnibus y hasta caminando. A todo eso se le suma el día a día, que nunca es fácil. El punto de partida de mis escritos siempre es algo real, algo que pasó o que escuché y que se puede rastrear. Después, no sé, depende de la historia, pero nunca siento que cambio de género, lo veo como una unidad indisoluble: crónica, ficción, autobiografía ficcionada, biografía fantástica, todo es lo mismo.
¿El punto de partida viene de tu formación como periodista?
Bueno, hay algo que me marcó cuando estudiaba en el Círculo de Periodistas. Una vez pegaron un afiche de un concurso. Eran los “Premios de Periodismo de La Nación”. La Nación tenía un prestigio muy importante por las plumas que habían pasado por ahí. Había salido el Olé, donde se escribía con las patas y muchos de mis compañeros aspiraban a trabajar ahí después de recibidos, pero llegar a La Nación no era fácil y ese premio era una buena puerta de entrada. Fui a hablar con un profesor así me daba algún consejo. El profesor me dijo que ese premio se entregaba casi siempre a profesionales, nunca a estudiantes. Igual me dio el consejo: “escribí algo que sea impactante”. Me lo dijo mientras comían un sándwich de salame y queso. ¿De dónde sacaba yo algo impactante? Estaba volviendo a mi barrio cuando veo una juntada en un pasillo alrededor de una fogata. Esos vagos nunca se juntaban ahí. Era raro así que se me acerqué. Había vuelto uno de esa barra de amigos, uno que ya no vivía en la villa, un enfermero y andaban de festejo. El enfermero contaba de su trabajo en el Borda en el pabellón de enfermos de VIH. Acordate lo que era el VIH en esa época, algo súper peligroso, desconocido, con muchas muertes, un susto tal que nadie quería garchar ni siquiera con forro porque si te agarraba no había solución. Es decir, gente que estaba medio loca y que además tenía VIH. Le pregunté si podía hacer una nota sobre eso y me dijo que sí, que fuera, que él me conseguía un delantal para que no llamara la atención. Estuve dos semanas siguiendo el trabajo de este enfermero, hablando con sus compañeros y con los pacientes. No todos estaban locos, algunos eran presos comunes con VIH, que los mandaban ahí desde las cárceles. A las dos semanas los médicos se dieron cuenta de que yo no era enfermero y me prohibieron la entrada, pero ya tenía un montón de material y un montón de detalles que para mí son los cimientos de lo que escribo. Por eso me gusta leer biografías, las biografías son acumulaciones de detalles. Hice la nota, una bastante larga, y gané la mención especial de ese premio. De no haber pasado por ese pasillo esa noche jamás hubiera accedido a ese mundo del Borda. Pero había muchas otras historias que no hacía falta ir a buscarlas fuera de la villa. Las llevaba conmigo, me habían rodeado siempre y sin duda eran impactantes por más que no sirvieran para una nota periodística o un trabajo práctico. Fue por esa época que empecé a escribirlas. Lo hacía solo para mí porque no se las mostraba a nadie ni pensaba publicarlas en ningún lado.
¿Cómo era esa escritura solo para vos?
De día estudiaba periodismo y a la noche trabajaba en IBM, donde era operador nocturno en el centro de ayuda. Nadie sabía muy bien qué era Internet, a lo sumo alguien tenía un email pero no mucho mas. Te estoy hablando del año ‘96, ‘97. En IBM había conexión a internet y yo tenía que hablar en inglés con programadores de otros países, los despertaba cuando había problemas. Era como ver el futuro que se venía. Yo estaba en esa planta enorme con mil computadores a mi alcance, cuando no había ni una en todo el barrio. Había noches en las que nadie llamaba, estaba yo solo y tal vez el sereno con su recorrida. Tenía todo el tiempo del mundo. Y empecé a escribir historias de mi barrio. Recién hace unos años conocí a Joaquín Ramos, uno de los editores de Mundo Villa y le pasé algunos de esos escritos viejos de las noches de IBM. Mundo Villa se distribuye en los barrios populares de la ciudad. Y me empezaron a llamar de colegios nocturnos y maestras de escuelas de la zona sur, me decían que les habían mostrado esos escritos a sus alumnos por fuera de la currícula y que estaban contentas porque los chicos se entusiasmaban. Y cuando yo iba a leerlos o a charlar con ellos me hacían preguntas y las maestras felices porque me decían que los chicos en general nunca preguntan nada. Cuando me invitan de esas escuelas voy feliz y me conmuevo siempre. El germen de algunos relatos de La perrera hay que rastrearlos en esas noches de hace más de veinticinco años. El impulso al menos, la búsqueda de ese mundo medio encriptado. “Escribí algo impactante”, me dijo el tipo mientras se clavaba su sándwich. Fue un buen consejo.
Elegiste como epígrafe de La Perrera parte de una letra de una canción. La presencia de la música es algo importante en el libro.
La música es el arte más cercano que tiene alguien en la villa. Te acompaña en lo que estés haciendo, te alegra, te consuela. Y no sólo se escucha cumbia. Cuando era chico cada vecino tenía su radio y la música salía al pasillo: Vivaldi o Bach, boleros mexicanos, Deep Purple y Creedence, chacareras. O cumbiones a todo volumen también, por qué no. Si se juntaba un grupito siempre aparecía un grabador que se conectaba a algún alargue. O alguien sacaba una guitarra o un charango y empezaba a tocar y todos los demás cantaban. Pero además uno de mis tíos tenía una productora musical en Bolivia y por un tema de costos le era más barato hacer los discos acá y después llevarlos para allá, donde los distribuía. Siempre quedaba un ejemplar de esos discos en casa, mi viejo los escuchaba y los vecinos querían saber qué era eso que tanto les había gustado y mi viejo les grababa los discos en casettes. En las fiestas de la comunidad, cuando venía mucha gente al barrio, mi viejo sacaba el tocadiscos a la calle Charrúa, ponía la música y ahí vendíamos los casettes nosotros, era como una changa más, como quien vende desodorantes o perfumes. Había muchos discos en casa y había mucha música en la villa. Por eso La perrera tiene ese epígrafe de una huayña de Savia Andina, “Quirquinchito Charanguito”. El quirquinchito es un armadillo de los arenales del altiplano. Se adapta a muchas geografías, puede estar en las sierras o en las llanuras. Cuando muere, se usa el caparazón para el charango. “Tu historia es la que escribes / de llareta y altiplano / tus huellas son las palabras / que se pierden en la arena”. En La perrera voy detrás de esas huellas.